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Otros cinco minutos de silencio. Silencio de cinco minutos. Otros diez minutos de silencio. No hay hoy turro que haya invertido diez centavos en una suscrip¬ción colectiva para comprar un vigésimo de la de los dos millones, que no se considere con derecho a mirarlo por encima del hombro, ante la ridícula perspectiva de una imposible riqueza. De diez a once, se solea. Quieto como un lagarto, se queda arrimado a la pared, con los pies cruzados, los codos apoyados en el alféizar de la vidriera, el ala del sombrero de¬fendiéndole los ojos; una mueca amarga tirando sus dos catetos de la punta de la nariz a los dos vértices de los labios; triángulo de expresión mafiosa que se descompone para saludar insignificantemente a alguna vecina. El que se aburre, de pie junto a la vidriera, replicas camisetas futbol charla ahora con otro vago. Mas cuando fueron a separar la torada, extendió Zubieta su bayetón fuera de los corrales y desnudó la mochila del cliente, advirtiéndole: «A cada torito que salga, écheme aquí una morrocotica, porque yo no entiendo de números». Los ensayos de estos apreciables ciudadanos hubieran quizá esterilizádose si una circunstancia política no hubiera hecho llamar la atención sobre el precioso germen que empezaba a desarrollarse en las inmediaciones de Caracas.

La posteridad de Venezuela oirá siempre con placer y repetirá con gratitud, el nombre del Ilustrísimo Prelado que supo señalar la época de su gobierno espiritual con tan precioso ramo de prosperidad política, y el respetable nombre de Mohedano recordará los de Blandaín y Sojo que, siguiendo ejemplo tan filantrópico, fomentaron uno de los principales artículos que hacen hoy parte muy esencial de la agricultura de Venezuela. Sucediole en el mando don Álvaro de Ordaz, sobrino del que envenenaron en el viaje a España; y el primer uso que hizo de su autoridad fue abandonar prudentemente la conquista y volverse a Cubagua en tal miseria que él y los suyos tuvieron que alimentarse en el viaje con cueros podridos de manatí y el poco marisco que podían coger en las playas. ¿Quién podría imaginar que un hombre como tú busque el desierto? Yo no sé. Hay momentos en que me digo que esto debe fatalmente ocurrir, que hasta ahora hemos estado viviendo todos como encegueci¬dos, que hemos pasado junto a las cosas más bellas de la tierra con una especie de indiferencia de protohombres, y que todavía faltan muchos al¬tares en el templo de la vida. Es necesario que esta visión desaparezca, que la madre ocupe en el lugar del mundo un puesto más hermoso, más fraternal y dulce.

Cada uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer, «carne cansada y dolorosa», que más tarde, invi-siblemente inclinada sobre sus espaldas, les dicta las más hermosas pági¬nas que han sido dadas a nuestros ojos. Bueno, a to¬dos no les están concedidos los triunfos magníficos. Ese no se esgunfió nunca. Y la hermana torció para el lado de la cocina, pensando: -Este también se esgunfió. Luego inclina el «mate» sobre el Haber y firma un cheque, regocijado de su pros¬peridad y de no haberse esgunfiado nunca de ese tren de laburo, que co¬mienza a las cinco de la mañana y termina a las doce de la noche. Este mate me revienta. Otros siete amigos vagos, camisetas futbol hacen rueda en torno de la mesa y sólo piden agua. Tan esgunfiados están, que a pesar de ser fiacas podrían tener novia en el barrio, y no la tienen; que es mucho laburo eso de ir a chamuyar en una puerta y darle la lata al viejo; tan esgunfiados están, que a lo único que aspiran es a una tarde eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de agua para la sed.

El esgunfiado -no hay que confundir- no es aquel que se tira a muerto. Pero, en cambio, se tiró a muerto. Para dedicarse a la vida rea-contemplativa, hay que tener vocación, vale decir, hay que esgunfiarse. En la India, estos vagos, hubieran sido perfectos discípulos de Nues¬tro Señor, el Buda, porque son los únicos que entre nosotros conocen los misterios y las delicias de la vida contemplativa. El viejo Zubieta daba al fiado mil o más toros, a bajo precio, a condición de que los cogiéramos, pero exigía seguridades y Franco arriesgaba su fundación con ese fin. Diálogo fiacoso, con las jetas arrugadas, camisetas de futbol la nariz como oliéndo la proximidad de la fiera: tra¬bajo; los ojos retobados bajo los párpados en la distancia de los árboles verdes que decoran la callejuela del barrio sábalo. Los que no roban ni estafan. No conozco en el léxico castellano un vo¬cablo que encierre tan profundo significado filosófico como el verbo re¬flexivo que acabo de citar, y que pertenece a nuestro reo hablar. Y así como el derrumbe descuaja montes y rebota por el desfiladero satánico, rompió el grupo mugiente los troncos de la prisión y se derramó sobre la llanura, bajo la noche pávida, con un estruendo de cataclismo, con una convulsión de embravecido mar.